miércoles, 16 de noviembre de 2011

EL VUELO DE LA EFÍMERA

EL VUELO DE LA EFÍMERA


Entrar al reino de lo efímero implica perseguir una contradicción inevitable: lo perecedero, lo breve e intermitente tiene la maravillosa capacidad de perdurar en la conciencia precisamente por su condición de ráfaga, de ocasión única, de atisbo que, a fuerza de querer aprehenderlo, se recrea una y otra vez en la memoria. Sin embargo hay quienes se empeñan en señalar que la brevedad no es amiga de la trascendencia, sobre todo si se habla de literatura, pues los cánones aún establecen a la novela (o novelota, deberíamos decir o, en términos comerciales, novelotas de tres tomos para arriba) como la máxima creativa de todo escritor que se respete. No encontrarán aquí, lectores, esa pretensión de eternidad ancha y cómoda desenrollando su trama hasta entregársenos horneada en las últimas páginas, sino una inquietante pregunta, veloz y filosa, un afectuoso mordisco de sierpe dispuesto a rondarles para siempre como el fantasma de una respuesta inasible. Encontrarán, pues, la laboriosidad de un contador de historias que no teme a su propia imaginación, ni a sus declarados afectos, ni a la pesada carga de la tradición de la literatura fantástica. Encontrarán, en pequeñas estampas, iluminaciones y fantasmagorías, un placer con frecuencia rezagado a las lindes de lejanas fogatas.

Hasta hace relativamente poco tiempo, con la revaloración de grandes autores como Amparo Dávila o Francisco Tario, los lectores mexicanos de literatura fantástica se sumergían fascinados en escenarios ajenos que con la lectura se nos volvieron familiares, haciéndose costumbre que las historias ocurriesen allá lejos, como si nada extraordinario pudiera pasar en la esquina de la calle que transitamos a diario o en el oscuro armario del vecino. México, territorio de la realidad, confín de la crudeza, cielo despojado de maravillas inexistentes, tiene pánico escénico y no es protagonista del horror y el asombro en una buena porción de la literatura nacional, incluso de la más original y caprichosa que se escribe en el país.

Pero la imaginación de Miguel Lupián nos concede una tregua, una oportunidad de otear la frontera de la duda, el desconcierto, lo sobrenatural, en términos cercanos y contemporáneos. Con Efímera recuperamos la posibilidad de reconocer en nuestras propias calles y casas, en nuestra propia historia, el escalofrío de lo imposible.

La necesidad de que la fantasía irrumpa sin aviso en la vida cotidiana, de experimentar el miedo que produce la madera chirriante o el lamento de unas bisagras, el recordatorio funesto de la sangre y la muerte están en estas páginas, condensadas habilidosamente en narraciones compactas y pulcras. Pero lo que hace especial a este libro es que la voz de su autor se deja oír a través de peculiaridades que sorprenden gratamente: una pasión por los libros que habitan el espacio de cada narración de forma orgánica; una minuciosa obsesión por los nombres hipnóticos de flores, plantas y animales; un conmovedor enfrentamiento con la trampa nostálgica que encierran los álbumes fotográficos. Una debilidad por la lluvia incesante, como aquella interminable y melancólica caída de agua en cada cuadro de Blade Runner; y una minuciosa descripción de rituales de brujería y hechicería que incluso se antojan realizables, como si las puertas del mundo otro se abriesen con la mera lectura de las instrucciones mágicas (pinte círculos concéntricos con una tiza sobre la tumba deseada) descritas por Lupián en cuentos como Danza nocturna o El trabajito.

Hay también monstruosidades insólitas, como la de El regalo, donde la idea de la Nada se revela en todo su horror, o las múltiples pupilas que acechan en el jardín de El ojo, como aquellos lirios-ojo flotando en el agua del cuento Griselda de Amparo Dávila. Domingo es un relato siniestro en el que se mezclan el olor de la mandarina con el de la sangre. En Nejapa el tono mítico y la atmósfera de un pasado perdido, evocado con la cercanía de un lenguaje preciso, nos regalan una historia que merece convertirse en leyenda verdadera a fuerza del boca a boca de los lectores que la conozcan.

Y aunque Cthulhu, la ceguera de Borges, la desenfadada brevedad cronopia de Cortázar o el espeluznante sobresalto de Ana María Shúa acompañan al autor en reconfortante tertulia, hay una habitación dentro de esta mansión efímera que cava un hoyo en las arenas de la nostalgia a la manera de Carver, o de Chéjov, pero que Lupián la ha heredado como propia con delicadeza y originalidad: Ladrón de fotografías es una pequeña joya que desgrana compasivamente los gestos de un curioso carancho que encuentra en imágenes ajenas alguna clase de consuelo.

La fantasía, deberíamos recordarlo con frecuencia, también evoca la piedad, la tristeza, la efímera alegría de las aves y los conejos. Miguel Lupián lo sabe, y ha sido generoso al compartírnosla en la existencia breve, pero memorable, de la ephemeroptera, ese insecto que aparece una y otra vez a lo largo de los siglos, aunque apenas vive unas horas para contarlo.

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